Manoel de Barros

Texto dedicado al escritor brasileño Manoel de Barros (Cuiabá, MT- Brasil, 19 de diciembre 1916 – Campo Grande – Brasil, 13 noviembre 2014),, quien es considerado por los críticos como uno de los máximos exponentes de la poesía brasileña.

“ADIÓS A MANOEL DE BARROS. ES DECIR, BIENVENIDO SIEMPRE”.

Carlos Skliar

Lo pequeño, lo ínfimo, lo que se quiebra por nada, aquello que es inútil, inservible, lo que dura poco menos que un instante que ya es mínimo, lo que deshecha la civilización del oro y la blasfemia; incluso lo que no se recuerda demasiado, lo mínimo, lo impar, lo insuficiente, el zapato suelto, lo incompleto, lo débil, la manzana a medio comer, la fragilidad del tiempo, de la sílaba y de la arena, lo dócil, lo que no se pronuncia porque todavía no es palabra, lo que no se calla porque por ahora no es silencio, el árbol o la flor o un niño en desamparo: éste es el mundo.
El mundo que inventa lo que no se ha descubierto, el que deniega el paso a las bestias de la guerra, el que abre el idioma con voz suave y allí confiesa su inválido secreto, el que ama el canto de una página, el que contempla sin dar explicaciones, el que no se burla del hombre despreciado, ni remueve con cizaña la herida de un pájaro ordinario, el mundo de la niña rechazada por sus padres, el de los locos cuya lucidez espanta.
El mundo del pobre diablo, el de la estrella apagada, de todo aquello que de verdad importa y que no tiene espesura ni relevancia alguna; la repetición del agua hasta convertirse en otra cosa en su llegada al océano, el juego sin premios ni castigos, la detención de una enredadera en una pared amarilla. En fin: todas aquellas cosas que no tienen nombre y que, como decía el poeta brasilero, son las más pronunciadas por la infancia.
Es en lo ínfimo -dices, Manoel- donde se aprecia la ex uberancia irrelevante de lo pequeño. Te preguntas, entonces, el porqué de la devoción que tienen por las tumbas las mariposas de manchas rojas, te interrogas por el lado de la noche que primero se humedece, te preocupas por el modo en que las violetas preparan el día para morir más tarde, afirmas que el esplendor de la mañana no puede abrirse con ningún cuchillo, estás convencido que todo aquello que no conduce a nada, éso, es lo que sirve para la poesía.
Deberíamos desaparender, escribes, que es lo contrario de saber algo y resultarte indiferente de inmediato por haberlo ya conocido.
Desaparender por lo menos ocho horas al día para adquirir los principios fundamentales de lo mínimo, es decir: que es un privilegio no saber casi nada, que hay que anteponer lo primordial a lo fundamental, que todo lo inútil sirve para la poesía, que nos gustaría ser bañados por un río, que hay que inventarse para conocerse, que se deben utilizar las palabras por su entonación y no por su significado, que es cierto que los cristales estallados en mil pedazos se reúnen más tarde o más temprano en la sonrisa de un niño, que una nube y otra nube no componen la misma lluvia y que, quizá, habrá que tener la pereza justa para nunca permanecer mucho tiempo serio.
Pero lo mínimo, lo ínfimo, lo pequeño, no es la soledad, sino lo solitario: la patria de los gestos solos, fragmentarios, que no conforman un sentido ni de principio ni de final, ni de vértigo ni de serenidad, ni de memoria ni de olvido: las nimiedades ocurren, como ocurren los peces de colores cambiantes, como las calles breves que no ofrecen señales al paseante, como las nubes disipadas delante del primero viento, como una lluvia en ciernes que acaba por no lloverse, como una idea cualquiera nada pretenciosa, como una página vacía que bien podría haber sido escrita, o viceversa.
Pues están solos los paraguas perdidos, las miradas que no se han visto, el declive del sendero interrumpido por las hierbas crecidas, las caricias en el aire que no alcanzaron otro cuerpo, la llamada a la puerta errada, el abrazo de una niña huérfana, el paso del tren por una estación perdida, la enfermedad del sonido, el delirio que no es considerado sensatez, el instinto abandonado en el altar del argumento.
Y toda la poesía a punto de ser escrita y que nadie, por pereza o por descuido, jamás escribirá.

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