Escribir, tan solos, de Carlos Skliar

Queridos amigos: mientras aguardamos el arribo de

Escribir, tan solos, de Carlos Skliar, les dejo esta magnífica recensión de Ricardo Martínez-Conde.

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Ricardo Martínez-Conde

Jueves 10 de Agosto de 2017

 

La soledad es uno de los grandes temas, de los eternos argumentos de la literatura. Lo que viene a decir, o, creo, debería entenderse, como que la soledad es la inextinguible donación que el hombre otorga a la literatura para que ésta, con sus sobrios y felices e imaginativos recursos la analice, la explique; la ame, en sentido profundo, esto es, nos la ofrende con todo su ser.

Prueba de ello es el innumerable alegato que los autores han ido acumulando a lo largo de la historia para saber de su presencia y razón de ser; para invocarla, para esperar el susurro de su secreto, algo que, afortunadamente, nunca ocurrirá. Tal sería una razón suficiente a favor de la perennidad de la escritura: el ejercicio perfecto del hombre en la compañía de la soledad.

A veces la alusión a ella puede resultar contradictoria (una de las razones de ser, por otro lado, que tiene la literatura como forma de manifestación, de disección comprensiva), tal como sugiere Nietzsche: Nadie aprende, nadie aspira, nadie enseña a soportar la soledad, por eso el irónico Wilde esgrime su fórmula: Sólo salgo para renovar la necesidad de estar solo.

El trabajo pormenorizado y concienzudo que aquí nos ofrece Carlos Skliar viene avalado (muy concienzuda y generosamente avalado, con el añadido de oportunas aportaciones reflexivas por parte del autor) por hombres-nombres “que en la literatura han sido” y cuya nómina no invita sino a detenerse y escuchar. Ha escrito Hrabal: Los libros me han enseñado, de ellos he aprendido que el cielo no es humano en absoluto y que un hombre que piensa tampoco lo es, a lo que Skliar añade: “Leemos a Kafka para encontrarnos con él”, y añade: “Pero no estamos a su altura, nunca lo estamos, pues la medida de los cielos se descorre a cada segundo. Ese es su propósito y naturaleza: diferir y confundir su altura”. ¡Qué hermoso fracaso como hombres; qué necesidad de compañía! Más, si así es la realidad, aceptémosla como tal, aunque sea, lógicamente, de un modo crítico. Es decir, todos, en un momento dado, hemos deseado ser otro, de ahí el bien de la tristeza, el bien de la necesidad de la literatura.

Por fin, en lo que parece necesario para el caso cual es una alusión a Lichtenberg, de él se toma el lema siguiente, tan genuino a la soledad: Los hombres más sanos, más hermosos y mejor proporcionados, son quienes están de acuerdo en todo. En cuanto se padece un defecto se tiene una opinión propia. Y, a partir de aquí, viene a cuento, desde luego, la apostilla reflexiva del autor del libro: “Si leer es la puesta en escena de la soledad a veces arropada y otras veces exiliada hacia lo remotamente desconocido, releer es la tensión de una doble soledad, indispuesta y confusa, alejada de sí y reencontrada, acaso, sin el nombre preciso”.

Una vez más la importancia de leer, de leerse.