“Todo me cansa, inclusive lo que no me cansa. Mi alegría es tan dolorosa como mi dolor”
La lengua portuguesa. La lengua de ojos abiertos y los labios suaves, apenas extendidos. La lengua de las vocales en la nariz.
Y el Livro do Desassossego: el libro de la desolación y la pérdida, el veneno repugnante del oxígeno, la imposibilidad de un sentido para la vida.
La pregunta podría ser: ¿para qué escribir, sino para hacerlo mejor? Otros han dicho: para poder ser lo poco que creemos ser, por más insulsos y pequeños o nada que fuésemos; para no dejar de escribir, aún despreciándonos en la escritura; para seguir consumiendo el veneno, despuntar el vicio necesario e inoportuno; para perdernos, sin alegría, sin desembocadura, sin regreso alguno hacia el océano; para tener una visión de lo imperfecto y lo fracasado.
Y Pessoa: ¿para qué escribe? ¿Por qué predica la renuncia del escribir sin practicarla completamente? Nadie puede abdicar de su propio castigo: escribir la escritura insegura, como quien toma aire y respira un poco mejor, sin que la enfermedad se haya curado.
¿Cuál enfermedad, cuál ahogo?
La insalubre pérdida de la dulzura, la falta de entusiasmo, el desinterés por la verdad, pensar tanto, ser el propio margen de la resignación, querer dormir y saber que es una ficción el lecho, la pared, la tinta, la sombra.
Escribir, a veces, porque no hay nada que decir, y encontrar el sentimiento en todo aquello que no se está sintiendo: escribir en el tedio sustancial del aislamiento, escribir como soledad aislada.
Distraerse del vivir. Tallarse a imagen y semejanza de la propia soledad.
Sólo las conversaciones de los sueños con los amigos imaginarios adquieren espíritu y relieve. El resto es querer dormir y no poder decir nada, esfumarse delante de un espejo vacío.
Pues nada llega a ninguna parte, y la abstención del escribir es noble: todo lo escrito no pasa de ser una sombra grotesca de la palabra soñada.
Escribir porque es imposible conocer.
Si Pessoa se pregunta por sí mismo, se harta de sí, se desconoce, se cansa de la vida y pretende lo absurdo: no abandonar la existencia, sino el dejar de haber existido siquiera. Entre el no existir y el ni siquiera haber existido: una desolación que se cura, escribiéndola, inútilmente; deseando trazar un camino hecho “desde un lugar del que nadie parte, hasta un lugar al que nadie va”.
Leer el Livro do Desassossego y preguntarse: ¿para qué Pessoa escribió ese libro? He aquí su posible respuesta: para la imperfección, para defender la inutilidad, para rechazar la vanidad de la verdad y traicionar cualquier posible teoría.
Debió de haberlo escrito, pues, porque en el fondo no hay otra cosa que la tristeza, una tristeza como la del crepúsculo, hecha de cansancios, de renuncias falsas; una tristeza como un tedio por tener que sentir algo, cualquier cosa, todo; un amarillo pálido, el sonido de quien grita dentro de un cuarto oscuro, como el resquicio de una tristeza anticipada, o como la tristeza por ver llorar a un niño, el horror desprevenido de un corazón ya exhausto.
La tristeza definida y, al mismo tiempo, indefinida. En fin: la tristeza sin causa.
Sin embargo Pessoa no existe, dice Álvaro de Campos, uno de los personajes inventados por el propio Pessoa para aliviarse de la incomodidad del vivir, para quitarse de ese esfuerzo mayúsculo que significa sostener la propia existencia.
Si nos multiplicáramos en varios fragmentos, si nos fragmentáramos en diversas soledades, quizá la travesía de la vida no sea tan espantosa o tan severa o tan persistente o tan vana; si fuéramos tantos otros, sin un uno que nos piense, ni nos reúna, ni nos llame la atención, tal vez pudiésemos sentir, hablar o escribir sobre la soledad de otra manera: con la voz del desasosiego.
El desasosiego podría ser una de las tonalidades más extremas de la verdad: el cuerpo se opaca, el alma parece expandirse hacia los lados y la voz es una mezcla diluida entre partes de otoño, partes de gravedad, partes de olvido y partes de abandono. Aquello que el desasosiego busca es una confesión entre decirlo todo y no decir nada, en medio de una huella y una oquedad, a medio camino entre la absoluta lucidez y el completo desánimo.
No, no es una voz, son tantas voces: lo que se detesta, lo que repugna, el odio, la acción involuntaria que se mezcla con el sueño voluntario, la gravidez del nacimiento y la sensación de que nunca se ha nacido ni para la acción ni para el sueño. Como si el cuerpo estuviera en otro sitio y las palabras pugnaran o por su liberación o por su consternación.
El desosiego como tristeza, sí, que es como una esperanza sin vestigios, sin horizonte. Una voz peculiar que se pregunta por una soledad que es al mismo tiempo multitudinaria y tan poca cosa; lo insustancial de una pronunciación que nada puede contra lo singular y lo plural, que nada puede contra el hambre de la voz, y que se somete a una batalla cruenta entre la idea y la carne, entre el concepto y el alarido, entre la normal y lo bestial.
Pessoa, que no existe, existe en un cuarto quieto, en un cuarto solo, en una habitación sin números, sin luz, con la incertidumbre de callar o proferir el clamor que arde en sus múltiples soledades.
¿Pensar con sensibilidad o sentir con el pensamiento? Ésta es la cuestión. Pensar en la tibieza del sol hasta hacerlo arder, pensar en el ritmo del corazón hasta mutar su vértigo o su calma, pensar como vivir, evitando a toda costa el tener que vivir bajo el dictamen injurioso del pensamiento.
La soledad de Pessoa, esa soledad de un hombre inexistente, esa soledad que se derrama en setenta y dos hombres verdaderos, lo acepta todo, lo recibe todo, incluso lo que está por encima de ella: el cielo abierto, el destino mudo, la humanidad incierta, las religiones ciegas, y los dioses que ya están muertos.