Compay Segundo, (nombre artístico de Máximo Francisco Repilado Muñoz; Siboney, 1907 – La Habana, 2003) Músico cubano. Compay Segundo nació el 18 de noviembre de 1907 en Siboney, Santiago de Cuba, en la costa oriental de la isla, en una familia de humildes campesinos. De su abuela, una esclava liberta que vivió ciento quince años, heredó el hábito de fumar y seguramente su propia longevidad.
Era pequeño aún cuando aprendió el oficio de torcedor de tabaco y empezó a trabajar en la fábrica de habanos Montecristo para ayudar en su casa, aunque esto no le impidió empezar a tocar «de oído» la guitarra y el tres cubano y a partir de ambos instrumentos inventar uno nuevo, el armónico, una guitarra de siete cuerdas, una de las cuales repite la nota sol.
Pero esto ocurrió ya en Santiago, adonde se mudó la familia en 1916, cuando su padre fue despedido del ferrocarril. Aunque allí empezó a ganarse la vida como barbero, él, al igual que cuatro de sus siete hermanos, sabía que lo suyo era la música.
Vestía aún pantalones cortos cuando se unió a otros niños del lugar para formar el sexteto Los Seis Ases. Al mismo tiempo, fue a clases de solfeo con Noemí Toro, una joven mandolinista y violinista hija del director de la escuela primaria a la que asistía, y cuando ésta le comunicó que ya podía tocar un instrumento, escogió el clarinete, que compró a un aficionado al que pagó armando tabaco en un chinchal de su propiedad.Estudió luego con el maestro Enrique Bueno y, con quince años, consiguió ingresar en la Banda Municipal de Santiago de Cuba como clarinetista. Esta actividad, que le aseguraba un sueldo, le permitía en su tiempo libre cantar y empezar a componer sones. Su primera composición, el tema Yo vengo aquí, dedicada a una muchacha de la que se había enamorado, data precisamente de 1922, época en que empezó a relacionarse con grandes cantantes como Sindo Garay y Ñico Saquito.
Al despuntar los años treinta integraba el Cuarteto Cuba-nacán, modesta pero efectiva plataforma de lanzamiento que lo llevó después a trabajar con el quinteto Cuban Stars -que dirigía Ñico Saquito-, con el que en 1934 se fue a La Habana, y allí, tras dos temporadas como clarinetista en la Banda de Bomberos de Regla, formó en 1938 el Cuarteto Hatuey con Lorenzo Hierrezuelo, Marcelino Guerra Rapindey y Evelio Machín, hermano de Antonio Machín.
Con ellos vivió una época propicia que los llevó a México, y allí a participar incluso en el cine, en películas como Tierra brava y México lindo y querido. A su regreso sumó sus actuaciones como clarinetista en el famoso trío liderado por Miguel Matamoros en la etapa en que cantaba el mítico Benny Moré. Pero aún tuvo que esperar para que se produjera el gran momento de su carrera…
El dúo Los Compadres
En 1949 creó, junto con un compañero del Hatuey, su amigo Lorenzo Hierrezuelo, guitarrista de Siboney, el dúo Los Compadres, nacido con el propósito de rescatar la música de «monte adentro», los sones de su tierra oriental. Fue entonces cuando recibió su apodo, ya que a Hierrezuelo se lo conocía como Compay (diminutivo oriental de compadre) Primo (porque hacía la primera voz); él, que tocaba el armónico y hacía la segunda voz, pasó a ser Compay Segundo.
El dúo marcó toda una época de la música cubana, y canciones suyas como Macusa, Mi son oriental, Los barrios de Santiago, Yo canto en el llano, Huellas del pasado, Hey caramba, Vicenta o Sarandonga hallaron entonces el vehículo perfecto para convertirse en éxitos populares y perdurar, casi todas ellas, en el repertorio de Compay hasta sus últimos discos. Los Compadres arrasaban en la Cuba de Fulgencio Batista, y todo fue fenomenal hasta 1955, en que se produjo una agria ruptura entre ambos cuando Hierrezuelo prefirió darle el sitio de Repilado a su hermano Reynaldo (hoy octogenario director de la Vieja Trova Santiaguera) y Compay, principal inspirador del dúo, se quedó en la calle.
Fue el compositor Walfrido Guevara quien lo convenció de que debía curarse en salud y poner su nombre al frente de un grupo. Así nació Compay Segundo y sus Muchachos, en el que entraron como cantantes Carlos Embale y Pío Leyva y que mantuvo hasta el final de su vida, formado ya por dos de sus cinco hijos, Salvador y Basilio -su sucesor en el conjunto actual-, Julio Alberto y Benito Suárez.
En sus comienzos lograron sobrevivir en la Cuba convulsa de aquellos años. La anécdota de que hubo que interrumpir la grabación de su primer disco porque en esos momentos se estaba produciendo el ataque de los revolucionarios al palacio Presidencial y el tiroteo se podía escuchar desde el propio estudio sirve de ejemplo. Luego, con Fidel Castro en el poder y no obstante un manifiesto apoyo a los músicos, la nueva realidad hizo que sus grabaciones se espaciaran, y Compay fue quedando en el limbo de las viejas glorias, hasta que se vio obligado a retomar su viejo oficio de tabaquero y entró a trabajar en la compañía H. Upmann.
Resurrección del son
Sólo le fue posible volcarse otra vez enteramente en la música después de su jubilación, en 1970. Pero empezar de nuevo no le fue fácil. Durante casi veinte años actuó en círculos reducidos y con poca o ninguna trascendencia en los medios, e incluso llegó a tocar para los turistas en tabernas y hoteles de La Habana.
Su suerte comenzó a cambiar en 1989, cuando el musicólogo Danilo Orozco lo llevó como invitado especial, junto al Cuarteto Patria y Marcelino Guerra Rapindey, al Festival de Culturas Americanas Tradicionales que se celebró en el Smithsonian Institute de Washington. El mismo Orozco fue el encargado de presentarle, algún tiempo después, al inquieto músico español Santiago Auserón (el ex rockero Juan Perro, del grupo Radio Futura) en uno de sus viajes a Cuba en busca de otros «sones», y nunca mejor dicho, porque el encuentro fue todo un hallazgo.
Auserón fue uno de los artífices de las posteriores visitas a España de Compay, en 1994 y 1995, con motivo de los Encuentros del Son Cubano y el Flamenco en Sevilla, donde actuó junto a Chano Lobato y Juan Habichuela, y el productor del disco Antología de Compay Segundo (1996). Y de algún modo también fue el responsable de la magia que se generó en torno al sonero cubano, cuya música y personalidad fueron como un imán para compartir ritmo y voces para muchos artistas.
Después llegó a La Habana el estadounidense Ry Cooder, el extraordinario guitarrista que pusiera música a la película París, Texas (1984), de Wim Wenders, e ideó y produjo el disco Buena Vista Social Club (1997), que ganó un Grammy e inspiró a Wenders una película con ciertas concesiones a la comercialidad que no hacía demasiada justicia a esos músicos y sus raíces, pero que también se alzó con un premio, el del Cine Europeo. Si el disco supuso una resurrección de viejas celebridades -Omara Portuondo, Rubén González, Ibrahim Ferrer, Pío Leyva, Eliades Ochoa y el propio Compay-, la película fue para ellos la llave del mundo.
Días antes de su muerte, cuando el médico le prohibió el café y el tabaco, protestó: “yo sé esto y me escondo en un platanar”. Y ese proverbial sentido del humor lo devolvió por un momento a su infancia en Siboney, antes del largo recorrido que empezó a desgranar ese gran himno a la canción cubana que es su Chan-Chan: «De Alto Cedro voy para Marcané. Llego a Cueto, voy para Mayarí…».
Era un hombre sorprendente, y el primer sorprendido por ese reconocimiento tardío que lo situó donde le correspondía. Pero en él no había pizca de resentimiento por tantos años de olvido. Tras la repercusión que alcanzó el disco que le dio fama, Compay entró por la puerta grande en la elite de los circuitos musicales internacionales, y se presentó en los más importantes escenarios del mundo, del Olympia de París al Carnegie Hall de Nueva York, e incluso en la Sala Nervi del Vaticano, donde actuó ante el papa Juan Pablo II. Con él cantaron artistas tan heterogéneos como Charles Aznavour, Raimundo Amador, Cesaria Evora, Martirio, Pablo Milanés, Khaled, Santiago Auserón y hasta Antonio Banderas.
Grabó nada menos que una decena de álbumes -entre otros, Yo vengo aquí(1996), Lo mejor de la vida (1998), Calle Salud (1999), Las flores de la vida(2000), Duets (2002)- en tan sólo seis o siete años. Lo llamaban el patriarca del son, pero Compay no sólo era la figura cumbre de ese género y uno de los grandes músicos populares de todos los tiempos; era, sobre todo, un personaje fuera de serie, de un optimismo y unas ganas de vivir abiertamente ejemplares: «Espero llegar a los cien años y pedir prórroga, como hizo mi abuela. Yo voy sacando candela…».