Juana de Ibarbourou

Un día como hay 8 de marzo, nació Juana de Ibarbourou (Juana Fernández Morales; Melo, Uruguay, 1892 – Montevideo, 1979) poetisa uruguaya considerada una de las voces más personales de la lírica hispanoamericana de principios del siglo XX. A los veinte años se casó con el capitán Lucas Ibarbourou, del cual adoptó el apellido con el que firmaría su obra. Tres años después se trasladó a Montevideo, donde vivió desde entonces.


Sus primeros poemas aparecieron en periódicos de la capital uruguaya (principalmente en La Razón) bajo el seudónimo de Jeannette d’Ibar, que pronto abandonaría. Comenzó su larga travesía lírica con los poemarios Las lenguas de diamante (1919), El cántaro fresco (1920) y Raíz salvaje (1922), todos ellos muy marcados por el modernismo, cuya influencia se percibe en la abundancia de imágenes sensoriales y cromáticas y de alusiones bíblicas y míticas, aunque siempre con un acento singular.

Su temática tendía a la exaltación sentimental de la entrega amorosa, de la maternidad, de la belleza física y de la naturaleza. Por otra parte, imprimió a sus poemas un erotismo que constituye una de las vertientes capitales de su producción, la cual se vio tempranamente reconocida: en 1929 fue proclamada “Juana de América” en el Palacio Legislativo del Uruguay, ceremonia que presidió el poeta “oficial” uruguayo Juan Zorrilla de San Martín y que contó con la participación del ensayista mexicano Alfonso Reyes.

Poco a poco su poesía se fue despojando del ropaje modernista para ganar en efusión y sinceridad. En La rosa de los vientos (1930) se adentró en el vanguardismo, rozando incluso las imágenes surrealistas. Con Estampas de la BibliaLoores de Nuestra Señora e Invocación a san Isidro, todos de 1934, inició en cambio un camino hacia la poesía mística.

En la década de 1950 se publicaron sus libros Perdida (1950), Azor (1953) y Romances del destino (1955). En esta misma época, en Madrid, salieron a la luz sus Obras completas (1953), donde se incluyeron dos libros inéditos: Dualismo y Mensaje del escriba. De su obra poética posterior destaca Elegía (1967), libro en memoria de su marido.

Juana de Ibarbourou ocupó la presidencia de la Sociedad Uruguaya de Escritores en 1950. Cinco años más tarde su obra fue premiada en el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid, y en 1959 el gobierno uruguayo le concedió el Gran Premio Nacional de Literatura, otorgado por primera vez aquel año. Su obra en prosa estuvo enfocada fundamentalmente hacia el público infantil; en ella destacan Epistolario (1927) y Chico Carlo (1944).

La poesía de Juana de Ibarbourou

La literatura uruguaya del siglo XX contó entre la nómina de sus autores con una serie de poetisas cuya obra reviste fundamental importancia: María Eugenia Vaz FerreiraDelmira Agustini y Juana de Ibarbourou. Cada una de ellas desplegó un acento propio y característico; así, mientras Vaz Ferreira representa la altiva castidad, y Agustini la mujer en espera anhelante, Juana de Ibarbourou es el equilibrio de la entrega espontánea.

Pero es con la chilena Gabriela Mistral con quien Juana de Ibarbourou mantiene un parentesco más directo: ambas poseyeron la misma sensibilidad exquisita y arrebatadora, la misma sinceridad de pasión, la misma facilidad y sencillez en la expresión. Las separa, en cambio, el mundo anímico que expresan: Gabriela Mistral está poseída de un espiritualismo cristiano; Ibarbourou, al menos en sus primeras obras (en las últimas se aproxima al tono de la poetisa chilena), aparece loca de vida, pagana, desbordando toda ella vitalidad y sensualidad: “Tómame ahora que aún es temprano / y que llevo dalias nuevas en la mano”.

En sus inicios, Juana de Ibarbourou no escapó a la influencia modernista, pero paulatinamente su poesía se desviste de pompas para ganar en efusión y sinceridad. En su producción poética encontramos una continua evolución que ha sido comparada al ciclo de la vida humana; se ha dicho que Las lenguas de diamante (1919) equivalen al nacimiento a la vida, Raíz salvaje (1922) a la apasionada juventud, La rosa de los vientos (1930) a la madurez y Perdida (1950) a la vejez. En cada uno de esos libros el paso del tiempo, en continua progresión, va adquiriendo una mayor importancia. Estampas de la Biblia (1934) y Loores de Nuestra Señora (1934) acusan una evolución religiosa.

Los sentimientos de la autora, en soledad o en diálogo con la naturaleza, constituyen la temática central de sus versos. El escritor venezolano Rufino Blanco Fombona dijo de Ibarbourou que su filosofía se reduce al horror a la nada; por eso concebirá a la muerte como una continuación de la vida, casi como su evolución natural. No existe un verdadero horror a la muerte; en “Vida garfio”, uno de sus mejores poemas, se imagina muerta, pero, en realidad, continua sobreviviendo por el amor: “¡Por la parda escalera de raíces vivas / yo subiré a mirarte en los lirios morados!”.

Nada hay menos intelectual, pues, que la lírica de Ibarbourou; todos sus pensamientos arrancan de sus propias sensaciones. La naturaleza le atrae, la siente, y habla con ella, con el río y con el árbol; les da carne y sangre y hace que aparezcan ante nosotros con sus sufrimientos y alegrías. A veces recurre para ello a atrevidas imágenes; así describe el ciprés: “Parece un grito que ha cuajado en árbol / o un padrenuestro hecho ramaje quieto”.

Pero, ante todo, Juana de Ibarbourou es la voz del amor juvenil y ardoroso, de la mujer que se sabe admirada y deseada por el hombre y que lleva dentro de sí toda la fuerza de esa naturaleza que ama (“Besarás mil mujeres, mas ninguna / te dará esta impresión de arroyo y selva / que yo te doy”). Para ella el amor no es sino una forma de participación en el misterio continuo del mundo: “Somos grandes y solos sobre el haz de las campos”, le dirá a su amado. Siempre se encuentra en su voz, exigida por la fuerza de sus sentimientos, una sinceridad total en el pensamiento, y al mismo tiempo la expresión violenta e ingenua de la pasión.

El aspecto más débil de su producción nos lo ofrecen sus versos narrativos, como los contenidos en Romances del destino (1955), en los que se evidencia una clara y no muy feliz influencia de Federico García Lorca. En 1967 publicó Elegía, obra dedicada a su esposo Lucas Ibarbourou, fallecido muchos años antes. Como su título indica, el libro es un apasionado pero contenido canto de amor entonado en voz baja; aunque contiene algunas exasperadas quejas, por todos los poemas cruza un dulce sosiego, una sosegada resignación. “Ahora, ¿qué hacer, caídos los dos brazos, / rodeada de crepúsculo y de bruma?”, se pregunta ante su pérdida; sin embargo, algo la empuja a esperar que en alguna parte podrá recuperar aquel amor, que sigue vivo: “Nadie olvida porque yo no olvido, / y para que él no muera yo no muero”.