Los heraldos negros de César Vallejo: la sombra cae al alma

Leyendo el Semanal de “La Jornada” del 27 del presente, encontramos este artículo que les compartimos, excelente para conmemorar el Centenario de Los Heraldos Negros, escrito por la fina pluma del poeta, ensayista y traductor mexicano Marco Antonio Campos

Recuerda el poeta Alcides Spelucín que por ese entonces Vallejo empieza a aparecerse en las tertulias literarias del que sería llamado después “Grupo Norte”, formado por escritores y artistas con inquietudes políticas. Lo encabezaba Antenor Orrego. Era “un grupo bohemio y revolucionario en más de un sentido”, escribe Luis Monguio (César Vallejo, vida y obra, Nueva York, 1952). Hay un buen número de nombres en esa tertulia, pero el único que alcanzó fama internacional perdurable fue Vallejo. Los amigos lo llamaban afectuosamente el Cholo.

La versión más difundida es que a causa de una decepción amorosa con la quinceañera Zoila Rosa Cuadra (Mirtho), intempestivamente Vallejo se va a principios de 1918 a Lima. En ese año en la capital trabaja como maestro de primaria en el Colegio Barrón y entra a estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Mayor de San Marcos. Se le ve solo y apartado. Publica a fines de año Los heraldos negros. “Hermoso y raro libro”, diría de él en una entrevista el joven escritor Abraham Valdelomar, una de las leyendas peruanas, que debió leerlo en manuscrito (La Reforma, Trujillo, mayo de 1918).

Un siglo de Los heraldos negros

Se cumplen cien años de la publicación del primer libro de poemas de César Vallejo (1892-1938) quien, con Pablo Neruda, fue uno de los dos poetas latinoamericanos que influyeron más en la poesía latinoamericana del siglo xx, en especial, en el caso de Vallejo, con Trilce y Poemas humanos. Uno llega a leer tanto la poesía de Vallejo a través de los años y las décadas que en un momento es difícil seguir haciéndolo, porque buena parte ya ha quedado grabada en el cuerpo y en el alma. Los heraldos negros es un libro de grandes aciertos y no pocas caídas: con poemas o momentos de gran emotividad pero otros, por fortuna los menos, ingenuos o de un gusto dudoso o aun tremendistas.

Hijo del romanticismo, hijo del modernismo, sus lecturas más visibles de este último movimiento literario serían, como se ha repetido, las del nicaragüense Rubén Darío y el uruguayo Julio Herrera y Reissig, pero mientras en Darío y Herrera imágenes y metáforas son a menudo espléndida pedrería, en el joven Vallejo resultan en ocasiones deslucidas o de mal gusto. No está de más decir que en su poema “Retablo”, Vallejo homenajea a Rubén Darío, y lo exalta como alta estrella: “Darío de las Américas celestes.” Entre esas imágenes modernistas de mal gusto o aun involuntariamente chuscas, citemos al menos tres: “Grandes lirios de ebúrneos trajes”, o “Mosto de Babilonia, Holofernes sin tropas”, o esta, tremendista, que n’épate même le bourgeois, “los marfiles histéricos de su beso me hallaron muerto”. Sin felicidad, en mezclas extrañas, Vallejo tomó muy probablemente de los modernistas el uso de palabras o referencias demasiado fáciles de otras culturas y religiones como si eso diera una imagen de cosmopolitismo: [el dios egipcio] Osiris, [el rey asirio] Sardanápalo, brahmanismo, bacantes o meras menciones a Grecia o a Atenas o a Bizancio… Sólo creó en esos momentos un exotismo superficial e inane. Dentro de las palabras y referencias ajenas, sin vacilación, las más auténticas son las palabras quechuas. Haciendo a un lado esto, encontramos un libro escrito con sangre, entrañablemente triste y doloroso, con versos que perviven en la casa del corazón: “Hasta cuándo este valle de lágrimas/ a donde yo nunca dije que me trajeran”, “Regreso del desierto donde he caído mucho”, o este, de las bellas “Canciones del hogar”, que son la primera vía al estilo y al tono de Trilce y Poemas humanos: “En un sillón antiguo está sentado mi padre./ Como una Dolorosa entra y sale mi madre./ Y al verlos siento un algo que no quiere partir.”

El verso natural de César Vallejo fue el directo, sin ornamentos, que desgarra o hiere el corazón y el alma, o aquel otro de frases coloquiales, a veces lúdicas y bellamente dislocadas o desar­ticuladas, que describen situaciones diarias. Dentro de sus rasgos estilísticos encontramos la integración de dos palabras en una que suenan muy bien en los versos (talvez, noser, yanó, marmuerto), la utilización precisa de los tres puntos, que dejan al lector una ventana abierta a más connotaciones, y preguntas que suspenden en el lector una duda. Entre los piezas líricas de Los heraldos negros que desde nuestras primeras lecturas en un lejano 1969 nos siguen conmoviendo, en las que encontramos a través del sufrimiento del solitario Vallejo la tristeza y el dolor de los desdichados del mundo, se hallan “Los heraldos negros” (que da título al libro), “Bordas de hielo”, “Ascuas”, “Media luz”, “Idilio muerto”, “La cena miserable”, “Los dados eternos” y las cinco piezas finales de “Canciones para el hogar”.

Por asombrosa casualidad (no pudieron haberse leído ambos), el mexicano Ramón López Velarde de La sangre devota (1916) y Zozobra (1919) y el peruano César Vallejo de Los heraldos negros (1918) se hermanan simultáneamente en la lírica en esa unión de imágenes y metáforas donde amada y cristianismo, amada y muerte, con variadas combinaciones, expresan los dos su condición católica, su anhelo de la rosa sexual y su obsesión sin fin por la puerta sin salida del cementerio. Incluso, en ocasiones, en un solo poema se integran imágenes de religión, mujer y muerte. Desde luego existen ligeras diferencias: en imágenes y metáforas de López Velarde hay con más frecuencia referencias a la Biblia y a la liturgia católica, y las de Vallejo son más violentas y desgarradas. En Vallejo figura ante todo el hombre que en su pobreza y sufrimiento se reconoce en el Cristo ensangrentado. Por eso tal vez las palabras religiosas más recurrentes en Los heraldos negros, con variada significación, sean Cristo, cruz y hostia. Un añadido: López Velarde y Vallejo vieron en sus madres una imagen de la Dolorosa.

Sin embargo, tengo la impresión de que López Velarde no se hubiera atrevido a llamar a la cruz “idiota”, ni hablado de “golpes como del odio de Dios”, ni escrito poemas blasfematorios como “Los dados eternos”, en el que Dios puede jugar el Dado –la Tierra–, que de tanto rodar, se ha raído y se ha vuelto redondo, es decir, ya no pueden verse las imágenes. Obsérvese esta estrofa que es un gran reclamo: “Dios mío, estoy llorando el ser que vivo,/ me pesa haber tomádote tu pan,/ pero este pobre barro pensativo,/ es costra fermentada en tu costado:/ tú no tienes Marías que se van.” Probablemente Vallejo hablaría aquí de dos Marías de su alma: la madre (María de los Santos Mendoza Gurrionero) y la amada (María Rosa Sandoval) que se alejó de él para ir a morir a la sierra. Ambas murieron en 1918 antes de publicarse Los heraldos negros.

López Velarde exaltó famosamente el pasado indígena en la figura de Cuauhtémoc en el Intermedio de “La suave Patria”, pero las veces que habló de la raza indígena de su tiempo lo hizo despreciándola y aun llamándola “harapo”. El único pasado de nuestros pueblos originarios que mencionó fue el azteca. En Vallejo el pasado inca y el presente indígena se integran y él mismo se sentía parte carnal de la raza. No en balde José Carlos Mariátegui, en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, de 1928, contraponiéndolo al cosmopolitismo de José María Eguren, resalta el papel adánico de Vallejo en relación a las raíces autóctonas: “Vallejo es el poeta de una estirpe, de una raza. En Vallejo se encuentra por primera vez en nuestra literatura el sentimiento indígena virginalmente expresado.” Vallejo –añade Mariátegui– crea una nueva sensibilidad y sus versos contienen la nostalgia y el pesimismo de los herederos de los quechuas. Pesimismo puede entenderse también como fatalismo en el sentido de la conciencia de una raza. Mayor elogio no podía dársele a un joven que al publicar el libro tenía apenas veintiséis años. Quizá valga recordar que Neruda, en sus memorias (Confieso que he vivido), cuenta que cuando elogiaba a Vallejo su tipo indígena lo hacía sentir bien. Y lo describe así: “Vallejo era más bajo de estatura que yo, más delgado, más huesudo. Era también más indio que yo, con unos ojos muy oscuros y una frente muy alta y abovedada. Tenía un hermoso rostro incaico entristecido por cierta indudable majestad.”

En los lacónicos y graves sonetos de 1917 que conforman “Nostalgias imperiales” –más que el “Terceto autóctono”–, los indígenas, los dioses, los animales, aldeas y el paisaje de Trujillo se hablan a través de los siglos. Al leer los versos parece andarse entre espectros y sombras y oírse en el aire lamentos y quejas. Quizá la mayor identificación del poeta peruano con las consecuencias de la caída del imperio inca y el surgimiento del cristianismo español se halle en versos que resultan ilustrativos de su pena: “Soy el pichón de cóndor desplumado/ por latino arcabuz/ y a flor de humanidad floto en los Andes/ como perenne Lázaro de luz.” Su lírica contiene en su esencia mucho de la ternura triste del canto del yaraví y se oyen con nostalgia triste los “llantos de quena”.

Quizá los dos poemas de Los heraldos negros que han quedado más en la memoria colectiva de los lectores de poesía en lengua española, sean el primero y el último (“Los heraldos negros” y “Espergesia”). ¿Qué vallejista o vallejiano o lector de Vallejo no se ha repetido en el corazón de la memoria los primeros versos de estos poemas que anuncian lo que será en alguna vía toda la obra, uno, que explica las causas del sufrimiento y la destrucción de él mismo, es decir, del hombre? (“Hay golpes en la vida, tan fuertes…Yo no sé!”), y otro, que la condición de su sufrimiento le venía desde el primer momento que abrió los ojos al mundo: “Yo nací un día/ que Dios estuvo enfermo.”

No sólo enfermo: Dios estaba grave

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