Victoria Ocampo, cronista de cine

Un 7 de abril (1890) nació Victoria Ocampo, directora de la mítica revista ‘Sur’ y primera mujer que entró en la Academia Argentina de las Letras. Victoria Ocampo murió el 27 de enero de 1979, en Argentina.

Victoria Ocampo, cronista de cine

Por Eduardo Paz Leston

La fundadora de la revista Sur fue una apasionada espectadora del séptimo arte, sobre el que escribió y nunca dejó de pensar, como revela Eduardo Paz Leston en Victoria Ocampo va al cine (Libraria). En el siguiente fragmento se analiza su interés por el género documental y los films del neorrealismo, en los que ve un promisorio camino para las películas argentinas

La primera reseña cinematográfica publicada por Victoria Ocampo en Sur se titula “El hombre de Aran”. Apareció en el número 10 de la revista, en julio de 1935 y se trata de una apología de la película dirigida por el norteamericano Robert Flaherty (1884-1951), un documental sobre un pueblo irlandés de pescadores que viven aislados del mundo moderno. Comienza diciendo lo siguiente: “Hablando con algunas personas sensibles a la extrema belleza de El hombre de Aran -que dejó frío al público en general- me sorprendió ver que le reprochaban sin embargo sus larguras y repeticiones. En opinión de otras, los personajes estaban de más. […] Las evidentes reiteraciones de ciertas imágenes (olas, rocas, algas, episodios de pesca) son, a mi entender, absolutamente necesarias, pues de esa pesada insistencia surge lo trágico de la isla de Aran. Hay una grandeza terrible en esa dura monotonía. […] En cuanto a los que reprochan de El hombre de Aran sus personajes, los comprendo todavía menos. ¿Se les ocurriría hacer un documental en África sin jirafas, sin elefantes, sin cebras, sin leones, etc.? Eso es lo que son los pescadores de Robert Flaherty en el film, y además algo dramático y conmovedor: seres humanos que se parecen a las rocas donde nacen y al mar con el que luchan”.
Se le podría hacer una objeción: Marc Allégret filmó un documental en el Congo en el que no figuraban animales salvajes. La finalidad de ese documental era trazar un mapa etnográfico de las tribus de esa región. A la película, estrenada en 1927, Allégret agregó varios años después el diario que escribió durante el viaje en el que había acompañado a André Gide, quien, a su vez, al regresar del Congo, denunció públicamente los abusos de los empresarios y colonizadores belgas.

Foto: LA NACION

Todo esto no pasaría de ser una concepción idealista del cine, cuyos valores consistirían en parecerse a un poema, a una obra de teatro o a cualquier otra forma de arte ya establecida, si no fuera por el acento que pone Ocampo en lo real, en lo verdadero, transmitido por el carácter sensorial del cine. El film que defiende es, sin dudas, un documental. La tensión entre el elemento artístico y el realista que los buenos directores saben resolver mediante la puesta en escena guiará las elecciones de la directora de Sur.

De hecho, cuando vio las primeras películas neorrealistas, encontró lo que ella deseaba para el cine nacional. En el “juego” de De Sica, en su gestualidad, en la sutileza de sus inflexiones, halló una semejanza entre italianos y argentinos. Si bien De Sica fue el director italiano que ella más admiraba -al menos, hasta entonces-, no dejó de mencionar películas de otros directores: Vive… si te dejan (L’ultima carrozzella, 1943), de Mario Mattoli; Bajo el sol de Roma (1948), de Renato Castellani; Cuatro pasos por las nubes (Quattro pasi fra le nuvole, 1942), de Alessandro Blasetti; Caza trágica (Caccia tragica, 1947-1948), de Giuseppe De Santis; y El desconocido de San Marino (1946), de Michal Waszynski. Llama la atención que no mencione Roma, ciudad abierta. Siguió, sin embargo, la evolución de De Sica a partir de La aventurera del piso de arriba (L’avventuriera del piano di sopra, 1941), de Raffaello Matarazzo, en la que actúa. Consideraba que Ladrones de bicicletas era “uno de los films más conmovedores y perfectos en su estilo del cine mundial”. Refiriéndose a Umberto D. (1952), dice que De Sica “nos muestra sin atenuantes el lado más sórdido y sombrío de la vida cotidiana de un desesperado. Pero le confiere esa translucidez, esas opalescencias que sólo la poesía comunica a cuanto toca. […] Lo que en De Sica hay de muy particular es que películas tan tristes como Ladrones de bicicletas o Umberto D. (películas de llorar con pañuelo) no dejan sin embargo un gusto amargo en la boca”.

En una reunión con De Sica, éste le contó sus proyectos y le confió cierta duda: “sospechaba que el cine es un ?equívoco’. No llegó, en su fuero interno, a aclarar si es arte o no. ¿Por qué envejecen tan lamentablemente las películas? ¿Qué queda de lo que nos encantó antes de ayer o ayer mismo? Cierto: algunos films de Chaplin que no se han derrumbado con el tiempo. Quizá alguno de René Clair. Quizá El hombre de Aran, de Flaherty. Eso es todo”.

En el número de Sur dedicado al cine (nro. 334-335), su directora declara lo siguiente con respecto a De Sica: “Me entusiasmaron sus películas (las que hacía en colaboración con Zavattini). Tuvimos conversaciones en Roma, luego en Buenos Aires (llegó aquí por unos días). Parecía interesado, pero sin tiempo disponible. A mí me faltaban medios económicos para que mis ofrecimientos fueran convincentes (el cine exige mucho dinero). El proyecto largamente acariciado (por mí) quedó en nada, pese a la buena voluntad de De Sica y sobre todo de Zavattini que era mi aliado (una encantadora persona)”.

En una carta del 24 de septiembre de 1956, le escribe De Sica desde Roma: “Me ha sido grato comprobar su estima, su admiración y su benevolencia por nuestro trabajo reveladas desde los primeros tiempos de nuestra amistad”. Otra película que la impresionó favorablemente fue Stromboli, terra di Dio (1950), de Roberto Rossellini, conocida como Stromboli en la Argentina y estrenada tres años más tarde. El director era una de las figuras principales del neorrealismo y había hecho dos películas que lo consagraron internacionalmente: Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945) y Paisà (1946). La película se estrenó rodeada de una polémica porque en un principio el gobierno peronista había impedido su exhibición, y después se decía que le habían hecho algunos cortes.

Para su reseña de Stromboli, Ocampo se sintió obligada a consignar los datos geográficos de esta isla volcánica del sur de Italia, si bien, acto seguido, consideró que era absurdo “lanzarse a la pesca de datos” si se ha prestado atención a lo que se ha visto en la pantalla. Luego, en un tono de complicidad, como quien cuenta una anécdota en rueda de amigos, pasó a contar el argumento: “La historia es sencilla. Una mujer joven, linda, seductora, pese a que ni se pinta (sólo la vemos usar el peine), ni lleva ?modelos’ que realcen su belleza (Ingrid Bergman, estrella de la película, no los necesita), se encuentra, debido a los accidentes imprevistos de la guerra, en un campo de concentración italiano. Esta joven tiene un pasado, como se dice vulgarmente [N. del A.: Es probable que el personaje interpretado por Ingrid Bergman haya colaborado con las tropas alemanas que ocuparon Lituania durante la Segunda Guerra Mundial]. Y, desde luego, un presente. El soldado italiano que la ha visto a través del alambre de púa y se ha enamorado de ella lo prueba: pierde la cabeza; una cabeza de dios griego. Tan sólo entiende dos palabras de inglés; ella, dos de italiano. Con eso basta. Él se ofrece como marido y le propone a la novia llevarla a vivir a una isla del mar Tirreno (¡Qué nombre atractivo!). Ella duda entre esa propuesta y un visado prometido en el Consulado argentino. Advierte al dios griego: ?Usted no sabe quién soy ni de dónde vengo’ […] El dios griego se ríe y contesta: ?No me importa. Si usted no se porta bien…’ y completa la frase con el ademán de dar una paliza. Veremos, más tarde, que cumple la promesa al pie de la letra”.

Divertida con su relato, la escritora no escatima algunas irónicas observaciones desde una perspectiva feminista: “Por el solo hecho de ir a hacerse coser una pollera al antro de perdición, la extranjera queda contaminada. Y al marido le gritan ?cornudo’ en la calle (cuando esto ocurre en la película, el público de Mar del Plata reacciona a la altura del de Stromboli). Y con ese motivo el muchacho enloquecido cumple su promesa de zurra. A este episodio le sigue uno de pesca, muy fotogénico y detallado. Y al regresar de la pesca verdaderamente milagrosa por la cantidad y el tamaño de los peces, la pecadora confía (no ?confiesa’, como diría Gide) al pescador, que está encinta. Él demuestra gran alegría al oírla. Pero poco después sobreviene una erupción del volcán muy inoportuna”. En otro momento -a propósito de la escena en la que se ve a la forastera y al guardián del faro conversar en la gruta, observa: “Sospecho que la tijera de la censura abrevió este episodio”.

Como se deduce de su comentario sobre el público, se identifica con el personaje de Ingrid Bergman y su desdichada experiencia. Primero, cuando llega a la isla y se maravilla, pero, a la vez, comprende su destino en esa tierra cruel: “Sublime paisaje -escribe Ocampo-. Pero ¡ay! no se vive de bellezas panorámicas”. Lo sublime debe estar acompañado de un elemento redentor vital que, en la protagonista, es la observación de ese volcán en erupción con la conciencia de tener un hijo en el vientre. El film, de “un realismo absoluto”, termina en un “crescendo de exaltación lírica, sentimiento que en la vida real debió embargar el corazón del director y el de su intérprete. Pues no existe dicha más humanamente profunda que la que implica el triunfo del amor sobre la muerte: alcanzar lo perdurable en la carne, tan perecedera”.

Las líneas estéticas trazadas a partir del film de Flaherty se continúan en el neorrealismo y en la idea de que al cine le está dado redimir lo sórdido por un lirismo que no se hace con palabras, sino con imágenes documentales o realistas. El realismo no le interesaba particularmente a Ocampo, pero sí el modo en el que el arte le da cauce a la vida. “Los italianos [De Sica y Rossellini] consiguen descubrir la belleza hasta en medio de lo sórdido. Hay siempre en sus films una vibración, un temblor humano que se comunica al público y opera ese milagro. Nos preguntamos a veces: ?¿Es esto belleza?’. Y nos contestamos: ?Es vida’. Y dar la sensación de la vida, en arte, es uno de los recursos más seguros para alcanzar la belleza”.

Para terminar su peculiar reseña, que incluye una entrevista con una mujer originaria de la isla de Stromboli que vivía en Mar del Plata, dice: “No he leído ninguna crítica sobre esta película y creo que no fueron todas muy favorables. El idilio que la acompañó […] creó una atmósfera de polémica. A nosotros nos llegan las películas con tanto atraso que en el interín [sic] Ingrid Bergman ha tenido tiempo de darle a Rossellini tres niños. Cierto que dos vinieron pisándose los talones. En lo que a mí respecta, el film me parece excelente. Le digo bravo a Rossellini, a Ingrid Bergman, a los dos dioses griegos, al cura estoico, a los habitantes de la isla, a los peces del mar Tirreno, a las barcas, a las redes, al niño invisible que llora con tanta convicción, y al volcán, tan visible que derrama sus temibles estrellas sobre la montaña, de noche”.

Me parece notable el modo como ambienta Ocampo su reseña, asumiendo la voz en off, describiendo vívidamente las imágenes que evoca y ensamblándolas en lo que sería el equivalente de un montaje, de otro montaje. Ocampo da un sesgo cómico a su relato que no existe en esta película de carácter dramático. Y, al añadir la mencionada entrevista realizada por ella en Mar del Plata, combina el relato ficticio con el documental. Contrariamente a lo que era usual entre los críticos de cine de la revista Sur, prescinde de todo apoyo teórico. Tampoco toma distancia como era habitual entre los críticos high-brow, sobre todo los varones. […]

La décima serie de Testimonios (1975-1977) incluye un artículo dedicado a Pasqualino siete bellezas (Pasqualino Settebellezze, 1975), la película de Lina Wertmüller que Ocampo había visto en Nueva York. En su artículo narra detalladamente el argumento, de tal modo que convierte la película de Wertmüller en un relato visual repitiendo lo que hizo con la película de Rossellini. Adopta un tono humorístico y despectivo a la vez, con varios “guiños” al lector-espectador (o a la lectora-espectadora feminista). Empieza informándonos que ya conocía otras dos películas suyas que le habían “interesado, desagradado y divertido”, y agrega: “[el] tono agresivo, personal, era nuevo aunque en la línea de los grandes films italianos. […] Seven Beauties [título con que se la conoció en Estados Unidos] me pareció la erizante obra maestra de esta directora. La afición de Wertmüller por lo trágicamente grotesco o lo cómicamente sentimental, su despiadada habilidad para ponérnoslo debajo de las narices, no tiene paralelo”.

Ocampo objeta el uso que la directora da a la música de Wagner, le parece “una trampa maligna” asociar la música de Wagner a “espectáculos tan repugnantes. […] ¿Acaso vamos al cine únicamente para sentirnos más desgraciados de lo que somos en la vida real? ¿Únicamente para hundirnos en la sordidez humana? Parecería que sí, según Wertmüller”. Sin embargo, piensa que Lina Wertmüller está muy cerca de la obra maestra. “Tenemos una directora que está a la altura de los grandes directores. Sin duda”. Y concluye diciendo que “Wertmüller ha entrado en la pantalla con una turbulencia vital inaudita, que no deja lugar al llanto; quizá sea esa la forma de su genio”.

Como crónica es brillante, pero como crítica resulta insuficiente, demasiado personal y tan arbitraria como las reseñas cinematográficas de su antagónico amigo Jorge Luis Borges. Ni siquiera menciona la actuación de Giancarlo Giannini ni la magistral aparición de Fernando Rey en un breve papel. Quizá los dolores crecientes de su larga enfermedad explicarían su excesiva irritación. C

Victoria Ocampo va al cine

Eduardo Paz Leston

Libraria

Fuente: La Nación, VIERNES 17 DE ABRIL DE 2015