Blanca Varela nació en Lima, Perú, el 10 de agosto de 1926 – falleció el 12 de marzo de 2009. Fue una poetisa peruana considerada la más importante voz poética femenina de su país, en buena medida por la difusión internacional que alcanzó su obra.
Hija de Alberto Varela y de la escritora costumbrista Esmeralda González Castro (también conocida por su seudónimo de Serafina Quinteras), a los dieciséis años ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos para seguir estudios de letras. En la universidad entró en contacto con los escritores de la generación del 50, especialmente con los poetas Sebastián Salazar Bondy, Jorge Eduardo Eielson y Javier Sologuren, con quienes formaría el grupo de los llamados “poetas puristas”, en contraposición a los “poetas sociales” de la época. Conoció también a poetas como César Moro, Emilio Adolfo Westphalen y Manuel Moreno Jimeno, quienes la iniciaron en la tradición surrealista y en otras vanguardias, presentes en una parte de su obra.
En 1947 finalizó sus estudios y dos años después se casó con el pintor peruano Fernando de Szyszlo, de quien posteriormente se separaría. En 1949 se trasladó a París, ciudad en la que residió algunos años; conoció allí de primera mano el movimiento existencialista francés y demás posturas estéticas de la posguerra. También vivió algunos años en México, dirigiendo la sucursal peruana del Fondo de Cultura Económica de ese país.
Desde 1960 residió casi permanentemente en su ciudad natal, con contactos muy esporádicos con el ambiente literario. Colaboró en la revista Oiga de Lima, en la que escribió críticas de cine con el seudónimo de Cosme, y fue miembro del comité de redacción de la revista Amaru (1967-71), dirigida por Adolfo Westphalen. En 1996 recibió la Medalla Internacional Gabriela Mistral, otorgada por el gobierno chileno a personalidades destacadas de la cultura.
Su obra poética está formada por unos pocos libros, publicados sin prisa y cuando la mayoría de sus compañeros de letras ya habían editado sus trabajos. A los treinta y tres años, y luego de algunas pocas colaboraciones en revistas, publicó a insistencia del escritor mexicano Octavio Paz su primer poemario con el título Ese puerto existe (1959), con prólogo del mismo Paz. En este libro encontramos poemas de influencia surrealista que la escritora suprimió en ediciones posteriores, como los de la primera sección, denominada “El fuego y sus jardines”, posiblemente por considerar que no se ajustaban a su lenguaje poético posterior.
Posteriormente publicó los poemarios Luz de día (1963), Valses y otras falsas confesiones (1972), Ejercicios materiales (1993), El libro de barro (1993) y Concierto animal (1999). De las varias recopilaciones de su poesía, merecen mencionarse Canto villano (1996) y Como Dios en la nada (1999). En 2001 fue distinguida con el Premio Octavio Paz de Poesía y Ensayo, y en 2006 con el Premio Internacional de Poesía García Lorca. Recibió también los premios poesía Ciudad de Granada (2006) y Reina Sofía (2007).
La poesía de Blanca Varela, reflexiva y desencantada, ajena al confesionalismo lírico, asume el dolor y la frustración de toda realización humana (la vida íntima, la poesía misma) como ejes centrales de su discurso. La crítica ha enfatizado su extrema lucidez frente a una realidad que no la satisface, su constante búsqueda de la verdad sin concesiones, su ironía, su irreverencia, su expresividad “corta en palabras” y la tendencia mística presente en sus últimos poemas, entre otros rasgos de su poética.
En el interior de ese espectro temático, se advierten las influencias del surrealismo y también del pensamiento existencialista, sobre todo de Simone de Beauvoir y Jean – Paul Sartre. En la autora se conjugan la exploración de los laberintos del subconsciente, la cotidianidad signada por el tedio y la amargura, y la expresión dolorosa de la vida condenada a no alcanzar la plenitud. Acaso por eso su poesía es un intento de desmitificación del discurso, y todo en ella se opone a las imágenes de lo sublime y lo perfecto; así, el canto es “villano” o la vida una suma de ejercicios “materiales”.
Octavio Paz la definió tempranamente en el prólogo a Ese puerto existe como “un poeta que no se complace en sus hallazgos ni se embriaga con su canto. Con el instinto del verdadero poeta, sabe callarse a tiempo. Su poesía no explica ni razona. Tampoco es una confidencia. Es un signo, un conjuro frente, contra y hacia el mundo, una piedra negra tatuada por el fuego y la sal, el amor, el tiempo y la soledad. Y también una exploración de la propia conciencia”. En esa obra concisa y austera, a veces descarnada y siempre inconforme, se intuye en efecto una reflexión sobre la soledad, la incomunicación y la condición maternal, entre otros temas.