Jorge Amado (1912- 2001) fue un escritor brasileño que, además, ejerció como periodista y participó activamente en la vida política de su país desde posturas de izquierda. Sus primeras obras, de un tono marcadamente realista, profundizan en las difíciles condiciones de vida de los trabajadores, en particular de los marineros, los pescadores y los asalariados del cacao.
Por su militancia política, Amado fue encarcelado y perseguido, por lo que tuvo que exiliarse en Argentina y después en Uruguay. Tras la caída de la dictadura de Vargas, regresó y fue elegido miembro de la Asamblea Constituyente por el Partido Comunista Brasileño, y diputado federal. En 1947, el Partido Comunista fue declarado ilegal y se exilió de nuevo, esta vez en París y luego en Checoslovaquia. Regresó a Brasil en 1955, dejando la militancia política y se dedicó exclusivamente a la escritura. Varias de sus obras, han sido adaptadas al cine, al teatro y a la televisión, y es uno de los escritores más leídos y traducidos de toda la historia de Brasil. Recibió numerosos premios y fue nombrado Doctor Honoris Causa por universidades de varios países. Fue también miembro de la Academia Brasileña de las Letras.
Algunas de sus novelas son: El país del Carnaval, 1931; Cacao, 1933; Capitanes de la arena, 1937; Tierras del sinfin, 1943; Los viejos marineros o El capitán de Ultramar, 1961; Los pastores de la noche, 1964; Doña Flor y sus dos maridos, 1966; La desaparición de la santa, 1988; De cómo los turcos descubrieron América, 1994, entre otras.
Doña Flor y sus dos maridos (fragmento)
Al cumplirse los seis meses de viuda, doña Flor alivió el luto, hasta entonces cerrado, que la obligó a llevar, tanto en la calle como en la casa, negros vestidos sin escote. Un único matiz en tanta negritud: las medias color humo.
Por eso aquella mañana, las alumnas (una nueva promoción, numerosa y simpática), al verla con una blusa clara con guirnaldas oscuras, un collar de perlas falsas al cuello y un leve toque de color en los labios, prorrumpieron en aplausos entusiastas a la “traviesa profesora”. Todavía tenía que esperar seis meses más para poder usar el verde y el rosa, el amarillo y el azul, el rojo y el habano, así como los nuevos y sensacionales colores de moda: azul rey, azul pervanche, hortensia, verdemar.
La “traviesa profesora”, sí. Como en el verso de doña Magá Paternostro, la ricacha. Porque, en verdad, doña Flor había aligerado también el luto interior, se había desprendido de los velos de la muerte, desde que, en la víspera de la misa del primer mes, enterró dentro de sí toda la pesadumbre del difunto. Por respeto a las costumbres y a los vecinos mantuvo el rigor del negro, pero volviendo a ostentar, sin embargo, su risa serena, su atenta cordialidad, su interés por las circunstancias diarias, su condición de esmerada dueña de casa. Todavía cierta sombra melancólica le daba de vez en cuando un aire pensativo que agregaba una nueva calidad a su doméstica hermosura, con un cierto encanto nostálgico; pero al mismo tiempo se la veía llena de curiosidad por la vida que transcurría en torno suyo e imprimiendo vigoroso aliento a la “Escuela de Culinaria”, cuyo prestigio había descuidado durante el primer mes.
No volvió a aparecer en su boca el nombre del finado; parecía haberlo olvidado por completo, como si después de la crisis y la obsesión pensara, igual que doña Dinorá y sus comparsas, que la muerte del granuja era para ella una carta de emancipación, habiendo llegado por fin a un acuerdo la viuda y las beatas. Al menos eso parecía.
En ocasión de la misa de aniversario, al regreso de la visita a la tumba, en la que había depositado las flores y el mandato del adivino, el “mokan” de Ossain, abrió las ventanas de la sala de recibo, permitiendo, finalmente, que la luz del sol iluminara la casa y barriera las sombras y los espectros. Tomó la escoba, el plumero, los trapos y los cepillos y se entregó al trabajo.
Doña Rozilda se disponía a ayudarla, pero la limpieza fue total: también ella hubo de salir de la casa, de regreso a Nazareth das Farinhas, cuando el hijo y la nuera ya comenzaban a alimentar las clásicas esperanzas de mejores días. Pues se había ido a la casa de la hija viuda, ya que, en fin, ¿quién estaba más necesitada de su compañía permanente, del afecto y la ayuda de la madre, sino la hija, viuda reciente e inconsolable? Doña Flor estaba solita, indefensa, expuesta a los múltiples peligros de su ingrata situación… Era justo que doña Rozilda, madre experimentada e intrépida, fuese a vivir con la hija desamparada, para ayudarla en las tareas de la casa y en la solución de innumerables problemas. A lo mejor, quién sabe, sucedía un maravilloso milagro y la pareja y la ciudad de Nazareth se verían libres de la madre y de la suegra tanto más suegra que madre. Con tal fin, Celeste, nuera y esclava, hizo una valiosa promesa a la Virgen de las Angustias.
Pero sus ruegos no tuvieron eco: el santo de doña Flor fue más fuerte, defendida como estaba, sin siquiera saberlo, por los axé y pejis de los candomblés, por la fuerza del Rey de Ketu, Oxóssi, orixá de su comadre Dionisia (¡Okê!) Así que fue la viuda quien se vio libre de doña Rozilda, la cual, por lo demás, no se marchó antes solo por mala educación, por cascarrabias, de pura tirria a los vecinos, pues a éstos les había dado por querer dominarla, por imponerle condiciones de convivencia.
En la capital, por otra parte, vivía sin comodidades, en una casa pequeña, sin cuarto para ella sola, durmiendo sobre un catre en la sala en que doña Flor daba las clases teóricas, sin armario propio para sus pertenencias, mientras que la casa del hijo era tan amplia y con tanta sobra de comodidad. Además en Nazareth —y esto era lo más importante—, ella, doña Rozilda, era alguien. Lo era no sólo por ser la madre de Héctor, funcionario de categoría del ferrocarril (a quien obsesionaba el dibujo: era capaz de copiar el rostro de cualquier ser viviente y reproducía a lápiz los cromos de las publicaciones) y segundo secretario del Club Social Farinhense, que tenía una de las mejores salas de la ciudad para jugar a las damas y al chaquete, en la que había surgido la frustrada vocación del finado don Gil. Pues bien, allí, en Nazareth, ella era importante por sí misma, siendo ornamento y ejemplo de la mejor sociedad, en la que hacía ostentación de sus relaciones metropolitanas: la familia Marinho Falcâo, el doctor Zitelmann Oliva y doña Ligia, el periodista Nacife, doña Magá, el industrial Nilson Costa con sus posesiones en el Matatu, y, antes que nadie, su compadre el doctor Luis Henrique, el “cabecita de oro”, orgullo de la tierra.
En cambio en la capital, ni siquiera en el mundo de aquella pequeña burguesía de tan solo un buen pasar, circunscripto a unas pocas calles entre el Largo 2 de Julio y Santa Teresa —ni siquiera allí—, le prestaban atención y le daban importancia; por el contrario, le habían tomado aversión. Las amigas más íntimas de su hija, doña Norma, doña Gisa, doña Emina, doña Amelia Ruas, doña Jacy, no tuvieron escrúpulos en responsabilizarla por el desalentador estado de la viuda, echándole la culpa a su mal hígado, a sus recriminaciones e insultos, a su absurda querella con el muerto. O cambiaba de actitud, dejándose de habladurías y maldiciones al muerto, o que se fuera de una vez. Todo un ultimátum.
Y por eso mismo, como reacción a tan indecible mala intención, doña Rozilda prolongó su visita, a pesar de las incomodidades de la casa y la inquina de la vecindad. (Doña Jacy incluso había buscado una criada para doña Flor, Sofía, una mugrienta ahijada suya). Pero después de la misa de aniversario se apresuró a hacer el viaje, al tener noticias por su compadre el doctor, de que había sido designada por el reverendo Walfrido Moraes para el alto cargo de tesorera de la Campaña en Beneficio de las Nuevas Obras de la Catedral de Nazareth, en cuyo Consejo Directivo brillaban la esposa del juez (presidenta), del intendente (primera vicepresidenta), del delegado (segunda vice) y otras eminencias sociales del lugar. Hacía mucho que doña Rozilda deseaba pertenecer a la Comisión de Damas, aunque fuera como la última vocal de la lista; y de pronto era designada nada menos que tesorera. Sin duda el Divino Espíritu Santo iluminó al padre Walfrido, antes tan impermeable a sus embestidas.
Muchas vacilaciones y dudas le había costado al sacerdote semejante decisión, pero el influyente coterráneo al que había recurrido para obtener el pago de importantes partidas estatales puso como condición a su ayuda decisiva el nombramiento de doña Rozilda para un cargo codiciable en la piadosa congregación de las beatas. Miserable chantaje, pensó el vicario, inclinándose ante él, sin embargo, pues necesitaba con urgencia la cantidad y sin la intervención del doctor Luis Henrique, ¿cómo apresurar el engranaje burocrático?
En la antevíspera, doña Gisela, con quien a veces el doctor discutía sobre los destinos del mundo y las imperfecciones del ser humano, le comunicó:
—Si doña Rozilda no se marcha la pobre Flor no va a tener descanso ni para olvidar… y ella necesita olvidar, está acomplejada; es un curioso caso de morbosidad, querido doctor, que sólo el psicoanálisis puede explicar. Por lo demás, Freud da un ejemplo…
Doña Norma, que había ido con ella, la interrumpió:
—Haría usted una obra de bien, doctor… eche lejos de aquí a esa peste, mándela a Nazareth, que ya nadie aguanta más…
“Pobre Héctor, pobre Celeste, pobres criaturas…” —se condolió el doctor y padrino. Pero, entre doña Flor, viuda y freudiana, y la pareja, que ya se había embarcado con doña Rozilda hacía años, no tuvo ninguna vacilación: sacrificó al ahijado y a su gentil esposa, en cuya casa almorzaba, y siempre bien, en sus frecuentes viajes al Recôncavo.
“Cada cual con su cruz”, decidió; doña Flor cargó con la suya siete años seguidos: aquel marido, aquel pesado madero. No era justo que ahora, en la senda de la viudez, se le echase encima a doña Rozilda, un calvario completo: cruz, corona de espinas, vinagre y hiel.
Ausente doña Rozilda, las harpías de la vecindad sólo muy de cuando en cuando mencionaban el nombre del maldito, de acuerdo con las exigencias de doña Gisa, y además porque doña Flor retomó el curso normal de la vida después de atravesar las infinitas arenas de la ausencia. No era una vida como la anterior, sino un vivir sosegado, pues ahora no estaba presente el esposo, con sus implicaciones: los sustos, los disgustos, las peleas, la desesperación. Todo eso había acabado, y doña Flor se acostumbró a dormir la noche entera de un tirón. Se acostaba relativamente temprano, después de la charla habitual con doña Norma en la rueda de amigas, sentadas a la puerta de calle, comentando sucesos, programas de radiotelefonía y películas. A veces iba al cine con doña Norma y don Sampaio, con doña Amelia y con Ruas, con doña Emina y el doctor Ives, aficionado entusiasta a las películas de Far West. Los domingos iba a almorzar a Río Vermelho, con los tíos; tío Pôrto con su eterna manía de los paisajes; tía Lita comenzando a envejecer, pero manteniendo el jardín y los gatos en todo su esplendor.
No quiso doña Flor adherirse a la animadísima rueda de brisca y três-setes en casa de doña Amelia (hasta doña Enaide venía desde Xame-Zame a pasar la tarde carteando); las fanáticas de la brisca, las devotas del três-setes, hicieron lo posible para conquistarla, pero sin resultado, como si el finado hubiese gastado toda la cuota de juego de la familia, no quedándole nada a ella. Sólo se conocía un enemigo de la timba más grande que ella: el porteño de la cerámica, don Bernabó. Su mujer, doña Nancy, se volvía loca por una manita de brisca, pero el déspota era irreductible: a lo sumo, y como una gran concesión, permitía los pacientes juegos solitarios y nada más.
Así transcurría la vida de doña Flor, tranquila, entre las clases de cocina, con sus dos turnos cada vez más concurridos, y las actividades sociales que la prudencia permitía a su estado. No eran pocos compromisos, como puede parecer a primera vista; le ocupaban todo el tiempo, no sobrándole ocio para pensamientos tristes. Sin hablar de los encargos que le hacían —imposibles de rechazar—, preparación de almuerzos para fiestas, cenas elegantes, banquetes y recepciones que la obligaban a estar en la cocina trabajando hasta la madrugada. Y, como era muy exigente en cuanto a la calidad de sus platos, al cansancio se sumaba la preocupación. La ayudaba una muchacha, una adolescente, ya moza de diecisiete años, hija de otra viuda, doña María del Carmen, heredera de tierras y plantaciones de cacao, que vivía en el Areal de Cima desde que finalizaron los pasados carnavales y que se incorporó de inmediato a la tertulia de doña Norma. La morenita Marilda —una esperanza en salsas y condimentos—, le había tomado afecto a doña Flor y no se separaba de ella, aprendiendo platos y postres en las horas que le dejaban libres sus estudios. Doña Flor sonreía al verla andar por la casa, cantarina, la cabellera alborotada, con su rostro de adolescente tropical que se desmayaba en quiebros y mimos; de tan bonita, una pintura. Si el bandido viviese, todos los cuidados serían pocos, pues él no tenía prejuicios con respecto a la edad.
Como queda visto y demostrado, no le faltaban quehaceres en su vida de viuda, y era tan corto el tiempo de que disponía que a veces no alcanzaba a cumplir con los compromisos. Tanto trabajo, un mundo de cosas, todo el día atareada: a veces, por la noche, al vestirse y echarse en la cama a dormir, estaba realmente cansada, sentía que necesitaba un sueño reparador. Se dormía de inmediato, apenas ponía la cabeza sobre la almohada.
Si estaba tan llena su vida, ¿cómo explicar su constante sensación de vacío, como si todo aquello, toda esa actividad que la tomaba, la dominaba y la ponía en movimiento fuese inútil y vana? Si dentro de su modestia y parquedad, tenía lo suficiente para vivir con decoro e incluso para esconder, siguiendo un hábito antiguo, algunos ahorros, si su vida era tranquila e incluso alegre, ¿por qué, entonces, esa sensación de vacío, de inanidad?
Te invitamos a ver la peli “Doña Forr y sus gos maridos”, basada en le hómonima novela del inmortal escritor Jorge Amado.