Sexo, complejos y pastillas: Alejandra Pizarnik, la mejor poeta suicida
Del surrealismo al psicoanálisis. La poesía completa de la argentina es una galería de sus traumas, amores -lésbicos o no- y pánicos.
Alejandra Pizarnik (Buenos aires, 29 de abril 1936 – buenos Aires, 25 de setiembre de 1972) escribe de jaulas, de barcos, de ojos. De vinos, de cielos, de lunas. De azares, de flores y de piedras-muy-pesadas. Es surrealista, sexual, depresiva. En sus poemas es de noche y hay una caja de barbitúricos cerca, por si apetece decir “hasta aquí” y descolgar el teléfono para siempre. Es una niña monstruo -como llamaba ella a Janis Joplin cuando se encomendaba a su influjo-, una mística, una hembra revolcada en el despojo; tan frágil que no está nunca -porque siempre se acaba de ir- y tan sensorial que vive en los objetos de tu casa. No duele pero duele en todas partes. “Tú eliges el lugar de la herida”, concedió.
Cuando era pequeña, lloraba su acné y se dopaba a anfetaminas para bajar de peso. Se volvió adicta a las pastillas y vívía a caballo entre el insomnio y la euforia: cisnes enfermos volando bajo por aquí. Reventaba a complejos. Tenía celos de su hermana mayor. Tartamudeaba. Sus padres eran joyeros, inmigrantes judíos de origen ruso y eslovaco. Ella hablaba español con acento europeo y se sentía extranjera en cualquier lado, hasta en su lengua. Una intrusa diminuta -con el pelo a lo garçon y los ojos hundidos- paseando el barrio de Avellaneda. “Ellos y yo sabemos / que el cielo tiene el color de la infancia muerta”.
Pizarnik se desdobla constantemente. Tiene gente dentro: gemelas muertas, Alejandras antiguas y otras mujeres que no se atrevió a ser. “He nacido tanto / y doblemente sufrido / en la memoria de aquí y de allá”, escribe. Y también: “Ahora / en esta hora inocente / yo y la que fui nos sentamos / en el umbral de mi mirada”. Más: “Recuerdo con todas mis vidas / por qué olvido”.
Hay versiones de Pizarnik: puede ser un agujero. O una pared que tiembla. Tiene un ojo esotérico y charla largo con los muertos
El origen del cáncer moral estaba en los años de niña, en los traumas primeros: “La vida juega en la plaza / con el ser que nunca fui (…) mi vida / mi sola y aterida sangre / percute en el mundo / pero quiero saberme viva / pero no quiero hablar / de la muerte / ni de sus extrañas manos”. En Poesía completa(ahora editada por Lumen), Alejandra Pizarnik parece una chamana, un animal poderoso y herido que tiene la fórmula para curarse pero no cree en la ciencia. No va a insertarse en el resto. Huele a las tierras resecas de su América y a aceites calientes. Se llama para ver si aún se escucha: “alejandra alejandra / debajo estoy yo / alejandra”.
Se retuerce una y otra vez en sí misma, toqueteando su identidad, cercándose. Hay versiones de Pizarnik: puede ser un agujero. O una pared que tiembla. Tiene un ojo esotérico y charla largo con los muertos. “Ella se desnuda en el paraíso / de su memoria / ella desconoce el feroz destino / de sus visiones / ella tiene miedo de no saber nombrar / lo que no existe”. Sus fantasmas van erectos -lo cuenta así-, y están tan dentro que a veces escucha “llorar a alguien en sus huesos”. Coquetea muy cerca del otro lado. Está a punto de irse con ellos. Es, otra vez, el miedo. “¿Sabes tú del miedo? / Sé del miedo cuando digo mi nombre. / Es el miedo, / el miedo con sombrero negro / escondiendo ratas en mi sangre / o el miedo con los labios muertos / bebiendo mis deseos. / Sí. / En el eco de mis muertes / aún hay miedo”.
Surrealista, sexual, psicoanalítica
Empezó Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires. No la acabó. Dio cursos de pintura, de literatura y periodismo; cojos todos por falta de método. Pizarnik era lectora, lectora, lectora. Por eso mamó del romanticismo, del surrealismo, del simbolismo francés. Lírica, psicoanalítica, falta siempre de algo, de alguien inalcanzado.
Lo escribió en La carencia: “Yo no sé de pájaros / no conozco la historia del fuego. / Pero creo que mi soledad debería tener alas”. Ella quería, en realidad, amor: un amor mesiánico que viniese a salvar. Un amor que llegase y punto, para el que no hubiese que hurgar, que forzar, que provocar nada. “Buscar no es un verbo, sino un vértigo. No indica acción. No quiere decir ir al encuentro de alguien, sino yacer porque alguien no viene“.
Dicen que su familia mutiló sus diarios por pudores. Dicen que se enganchó -no se sabe si platónicamente- a Elizabeth Azcona Cranwell, que formaba parte del grupo de Poesía Buenos Aires
Dicen que su familia mutiló sus diarios por pudores. Dicen que se enganchó -no se sabe si platónicamente- a Elizabeth Azcona Cranwell, que formaba parte del grupo de Poesía Buenos Aires, reunidos siempre en el Palacio do Café de calle Corrientes. Pizarnik le escribió: “Para Elizabeth que sabe que las aventuras perdidas son: / una niña en busca de su nombre secreto / una muchacha corriendo detrás del amor (…) Prohibido olvidarse”. Nunca confesó ser lesbiana. Le asustaba la palabra “homosexual”: “Prejuicios viejos en mi vida joven”.
Su sexo era sólo violento. “D. vuelve a mostrar sus fauces de hembra de alcoba. La deseo profundamente. Su cercanía es como una premasturbación (…) Tan sucia y superficial. Tan adorable. Tan lejana”, cuentan algunas de sus confesiones que duermen en la Biblioteca de Princeton. “Hoy llegué a un pobre orgasmo después de imaginar mucho tiempo que los nazis me apuntaban y me entregaban a un militar tenebroso y muy temido, que me castigaba mientras fornicaba conmigo… de todos modos, lo esencial es esto: me excita que me castiguen”.
Pizarnik feminista
Muchos de sus poemas son vaginas abiertas; y eso la arrastró a convertirse en un icono del feminismo. Por sacar la cabeza como poeta cuando otras no pudieron. Por hablar de erotismo, de frustración y de desgarro. Por hacerlo desde la óptica de la feminidad. “Una flor / no lejos de la noche / mi cuerpo mudo / se abre / a la delicada urgencia del rocío”, escribió en Amantes. Ganas mustias de sí misma y de otros: “Triste cuando deseo y cuando no. / Triste cuando con un cuerpo y cuando no”. Contaba que sentía “un entrañable calor que me abriga cuando el mundo me golpea”, y que ese calor era “el de las otras mujeres, de aquellas que hicieron de la vida este rincón sensible, luchador, de piel suave y tierno corazón guerrero”.
Contaba que sentía “un entrañable calor que me abriga cuando el mundo me golpea”, y que ese calor era “el de las otras mujeres”
En París vivió con hombres y mujeres. Allí trabajó para la revista Cuadernos y para algunas editoriales francesas; tradujo a Antonin Artaud, Henri Michaux, Aimé Césaire e Yves Bonnefoy; estudió historia de la religión y literatura francesa en la Sorbona. Se hizo amiga de Julio Cortázar, Rosa Chacel y Octavio Paz. Este último le escribió el prólogo de Árbol de Diana (1962), su cuarto poemario. Dijo que el libro era “la cristalización verbal por amalgama de insomnio pasional y lucidez meridiana en una disolución de realidad sometida a las más altas temperaturas” y que el producto no contenía “una sola partícula de mentira”. Dijo que era “una higuera mítica”, dijo que muchos no lo entenderían.
Se suicidó a los 36 años, con 50 pastillas de Seconal. Por fin salió de su Infierno musical -que sólo era la vida-. De sus silencios sordos, de sus noches con colmillos de lobo, de sus licores furiosos. Quería morir “como muere un animal pequeño en los cuentos para niños -eso tan terrible lleno de hermosura-“. Y se fue en medio de ese intento suyo de “explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco llevándome”.