Ocho años sin la Negra Mercedes.
Su verdadero nombre era Haydee pero en su casa la llamaron Marta; en su país La Negra y en el resto del mundo Mercedes. Ella se definía como una guerrera, como un Quijote herido abandonado por Sancho Panza. Decía que solo le quedaban Dios, sus canciones, sus amigos, su familia y un público que siempre la amó y le seguirá amando. Cuando hablaba del abandono se refería a los mercaderes del canto, a esos que les interesa más una cara bonita que una buena voz. Por eso un día decidió cortar todas sus relaciones con su casa disquera y batallar sola contra los molinos.
Hija de un humilde matrimonio conformado por un peón de un ingenio azucarero, don Ernesto Quiterio Sosa, y una lavandera, doña Ema del Carmen Girón. Mercedes vio la luz del mundo un 9 de julio, día de la independencia de Argentina, de 1935.
Era la única mujer de cinco hermanos. Los Sosa fueron siempre una familia humilde y pobre pero feliz y ella casi que nació cantando (de hecho, decía que los niños cuando lloran cantan). De pequeña admiraba e imitaba a Miguel Acevez Mejía. De joven era delgada y su cintura era como de avispa. Su padre le hacia cantar en toda reunión de amigos o familiares a las que asistían. “Yo era muy tímida pero siempre le hacia caso a mi padre aunque no me gustara cantar en esas reuniones”, recordaba.
Su primer nombre artístico fue Gladys Osorio y lo tomó para poderse presentar a un concurso para cantantes desconocidos que se hacia en la Radio LV12. Por supuesto fue Gladys Osorio quien lo ganó. Con la complicidad de su madre se presentó a concursar, ya que su padre no estaba de acuerdo en que una mujer decente se presentara a cantar a la radio. Cuando su padre la descubrió cantando en aquel programa, contrario a lo que se esperaba, solo la felicitó y apoyó. Justo ahí comenzó el camino del canto de La Negra.
Su hijo Fabián Matus, hijo del compositor Oscar Matus, la recuerda como una mujer intensa. Que escuchaba radio y música. Poco le gustaba la televisión. Que leía mucho, era capaz de leerse un libro en un día. Perfeccionista, odiaba el desorden y la mentira. Vanidosa como toda mujer. Profesional cien por ciento en su trabajo. Era capaz de llorar por cualquier cosa que la entristeciera o la alegrara. No fue compositora ni nunca lo pretendió ser, pero si se preocupaba por escoger temas que a ella le hubieran gustado componer. Era nerviosa, tímida, excelente cocinera. Buena conversadora. Amiga de sus amigos. Solidaria, un gran símbolo de la libertad y una gran madre e increíble abuela.
Mercedes Sosa le tenía bronca a la muerte y soñaba con que algún día apareciera un filósofo que escribiera un libro con la siguiente frase: “Verdaderamente la muerte es una mierda para los que se van. Y una mierda para los que se quedan sin los que se van”.
Cuando Mercedes Sosa cantaba era Latinoamérica la que cantaba. Su voz era el clamor de los que no tenían voz, de los que no podían decir lo que sentían, de los que nunca subieron a un escenario, de los que vivían de su trabajo, de los que soñaban sin retorno.
En el escenario se entregaba por completo y daba lo mejor de ella. Había dos temas en su repertorio que nunca faltaron, Gracias a la vida y Alfonsina y el mar. Mercedes Sosa se fue con 74 años a cuesta, con muchas tristezas, dolores, desgarramientos, pero también muchas alegrías y miles y miles de presentaciones y giras internacionales. Para ella era lo mismo cantar para dos personas que para un estadio o un teatro lleno. El compromiso era el mismo. Su deseo era que su cuerpo fuese cremado y después liberada cuando arrojaran sus cenizas a su amado Acosquija, y su deseo se cumplió.
Mercedes batió sus alas como un pájaro libre para dar su mejor recital en un escenario donde seguramente la acompañaran Oscar Matus, Atahualpa Yupanqui, Violeta Parra, Víctor Jara y Jorge Cafrune y tendrá como espectadores a sus padres y todos esos amigos que se le adelantaron en el camino que nos lleva a la eternidad.
Por: Víctor González Solano, director del programa radial Viaje Latinoamericano